2 de septiembre de 2012

Una jaula. Una vida.

Bajo la manta gris de lluvia que cubría el campo, hombres y mujeres desde niños hasta ancianos, agarraban las paredes de su jaula mientras nos observaban llegar. Los cuerpos de sus amigos, familiares, yacían sobre el suelo mojado como tristes sacos de carne. Los llantos desconsolados de una madre mientras sostenía en sus brazos, con las pocas fuerzas que le quedaban, el cuerpo sin vida de su pequeña, nos asestaban puñaladas cada vez más profundas. El dolor era palpable. La angustia, el odio, la tristeza, sus ojos conseguían más que las palabras. Fotografiamos cada gesto, cada acción. Aún tratados como a animales todo lo que hacían demostraba su humanidad, cosa que solo parecíamos percibir nosotros tras las cámaras.

Y allí los encontré. Pequeños, casi invisibles. Un verde intenso, tan intenso como una hoja recién nacida. Me acerqué a él. Sin mediar palabras, nos encontramos frente a frente. Aquel niño me atrapó. Su cara llena de hollín, su pelo negro azabache. La mirada más extraña que había visto hasta el momento en aquel horrible lugar. No había tristeza, ni tampoco odio, solo tranquilidad. Tal vez sabía lo que hacía en ese sitio o mejor dicho lo que le esperaba, pero todo me parecía demasiado duro para que aquel niño lo entendiera.

Desde el autobús podía seguir viendo sus ojos fijos en nosotros. Cuando el coche se puso en marcha, el niño agitó la mano despidiéndonos. Despidiéndose.

Días después me comunicaron que todos y cada uno de los que estaban metidos en aquella jaula habían sido fusilados. Nunca antes me había sentido impotente.

Ahora sé porque aquel niño de ojos verdes estaba tan tranquilo, sabía que iba a morir y que solo allí encontraría la paz.

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